El amor se entrega en silencio

24/12/24

En esta noche de Navidad, mientras el demonio vencido golpea sus tambores ensordecedores y disonantes en nuestro mundo angustiado, un silencio apacible envuelve todas las cosas, el silencio de la gloria del Padre. No se oye ninguna voz. En el pesebre, ni los pastores ni los Magos oyeron la voz del Padre que decía: «Este es mi Hijo amado, escuchenlo». Es la Virgen María quien les invita a escuchar el silencio del Niño, El que aun no habla. En esta noche de Navidad, recibimos la primera lección de teología cristiana, dada por el Verbo hecho carne, acostado en un pesebre, Él, el Cordero de Dios, que se dará como Pan de Vida a cada uno de nosotros. Antes de darse como Verbo de Dios, el Verbo se nos da en un silencio sustancial, el de su amor infinito por cada uno de nosotros.

Hemos de ser pequeños y pobres como los pastores y sedientos de verdad como los Magos para recibir la sabiduría del Padre a través de la ternura del Niño Jesús. Esta sabiduría no sólo nos consuela, sino que llena nuestro corazón de una inmensa alegría: Dios nos ama. Este es el misterio de la Navidad: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único...». Santo Tomás de Aquino, en un hermoso ensayo sobre la misericordia, nos dice que «Dios nos ama como si fuéramos algo de él mismo». El Verbo de Dios asumió en su persona nuestra naturaleza humana. Por el misterio de la Encarnación, nuestra humanidad se convierte en «algo de Dios», tan estrecha y perfectamente unida a Él. ¡Qué extraordinario misterio de amor y qué secreto confiado a cada uno de nosotros!

Por eso, siguiendo las huellas de los pastores y de los Magos, acerquémonos también nosotros a la cuna, arrodillémonos y postrémonos ante el Niño Jesús, el Verbo hecho carne para ser crucificado y glorificado por nosotros. Venimos a adorarlo, venimos a encontrar con Él el verdadero descanso. Vengamos a recibir la plenitud de su alegría. Recibamos la alegría no sólo de ser redimidos y salvados, sino de ser adoptados, de ser hijos de Dios, hijos amados del Padre. Este es el don más grande que se puede dar al hombre.

Por tanto, no dejemos que la alegría de los regalos de Navidad y de las comidas festivas sustituya la alegría de este don extraordinario que el Padre nos ha hecho, sino que la sana alegría de las reuniones familiares, con todas sus tradiciones, saque toda su profundidad de la alegría pura del Corazón de la Virgen María y del silencio del niño.

Por último, pidamos a la Virgen María que nos ayude a ser poderosos intercesores en la cuna por este mundo que tanto sufre. Pongamos en el catre a todos los que nos han sido confiados y esperemos por ellos, alegrémonos profundamente por ellos, porque nosotros, que caminábamos en tinieblas, hemos visto una gran luz...

¡Santa Navidad!

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