Mira la estrella, invoca a María. Que su nombre nunca se aparte de tus labios, jamás abandone tu corazón.

San Bernardo de Claraval

Maria, estrella de la mañana

La estrella de la mañana es la primera que surge en el cielo y que anuncia el amanecer. Es la estrella más brillante, anima a los que han velado durante toda la noche y manifiesta la victoria de la luz sobre las tinieblas.
La Virgen María es para nosotras esta estrella que nos guía siempre en la esperanza, por eso hemos escogido este nombre que nos enraíza en la tradición de la Iglesia. De hecho, desde siempre se ha invocado a María como la Estrella: la letanía que canta sus alabanzas nos habla de la Estrella del mar o de la Estrella de la mañana.
Nuestra comunidad quiere vivir de la maternidad de María y así enraizarse en el corazón de la Iglesia, bajo el amparo de todos los santos que son también astros en el cielo.

Nuestra vida, enraizada en la tradición monástica, está marcada por la oración del Oficio divino, la adoración eucarística, el trabajo manual y el estudio bíblico. Velamos para que esta vida sencilla y genuina asuma todas las dimensiones de la persona humana (trabajo, diálogo, escucha, confianza, libertad, responsabilidad) y favorezca su desarrollo.
Para eso, es necesaria una formación integral de la persona. Aunque preservando una verdadera clausura, queremos compartir nuestra vida de oración y nuestra formación con aquellos que lo desean y que vienen a reponer fuerzas al amparo de nuestros monasterios. En ocasiones se nos pide que animemos un tiempo de oración fuera del convento.

Nuestra vocación es una vida de oración ligada al misterio de la Eucaristía. Cada jornada está marcada por dos horas de oración ante el Santísimo Sacramento y encuentra el punto culminante en la celebración de la Eucaristía que se prolonga con un tiempo de acción de gracias.
El trabajo manual también tiene mucha importancia: es esencial al equilibrio de la persona y nos permite subsistir.Una característica de nuestra vida contemplativa es su impulso misionero, vivido primero en la oración y mediante una presencia visible y accesible allí donde se encuentren nuestros conventos.
El Espíritu Santo nos envía a vivir el mandamiento del amor dado por Cristo y a dar testimonio en todos los continentes.

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