Inteligencia humana frente a inteligencia artificial

7/10/25

Ante la aparente superioridad en materia de cálculo, recuperación de conocimientos e incluso creatividad de la actual explosión de la inteligencia artificial, todos nos hacemos muchas preguntas nuevas, algunas incluso inquietantes, en un intento por comprender cuál es la verdadera naturaleza de la inteligencia humana.

En enero de 2025, el Vaticano publicó un documento muy interesante, «Antiqua et Nova», con algunas reflexiones filosóficas y teológicas sobre la relación entre la inteligencia humana y la llamada «inteligencia artificial».

Las capacidades de la «inteligencia» artificial están cambiando y desarrollándose rápidamente de formas que pueden suscitar muchas dudas e incluso temores. Es fundamental realizar una reflexión ética sobre su uso. Pero si esta situación en constante evolución nos empuja a reflexionar más profundamente sobre quiénes somos como personas humanas, creadas a imagen de Dios con la capacidad de amar y pensar, entonces nos habrá prestado un gran servicio.

A continuación se presentan algunas conclusiones clave de «Antiqua et Nova»:

Como afirma el Sirácida, Dios «quien da la ciencia a los humanos, para que lo glorifiquen por sus maravillas» (Sir 38,6). Las habilidades y la creatividad del ser humano provienen de Él y, si se usan rectamente, a Él rinden gloria, en cuanto reflejo de Su sabiduría y bondad. Por lo tanto, cuando nos preguntamos qué significa “ser humanos”, no podemos excluir también la consideración de nuestras capacidades científicas y tecnológicas. (§ 2)

Sus características avanzadas confieren a la IA capacidades sofisticadas para llevar a cabo tareas, pero no la de pensar[12]. Esta distinción tiene una importancia decisiva, porque el modo como se define la “inteligencia” va, inevitablemente, a determinar la comprensión de la relación entre el pensamiento humano y dicha tecnología[13]. Para darse cuenta de ello, hay que recordar que la riqueza de la tradición filosófica y de la teología cristiana ofrece una visión más profunda y completa de la inteligencia, que a su vez es central en la enseñanza de la Iglesia sobre la naturaleza, la dignidad y la vocación de la persona humana (§ 12)

Ratio versus Intellectus:

Desde los albores de la reflexión de la humanidad sobre sí misma, la mente ha jugado un papel central en la comprensión de lo que significa ser “humanos”. Aristóteles observaba que «todos los seres humanos por naturaleza tienden al saber» (§ 13).

En la tradición clásica, el concepto de inteligencia suele declinarse en los términos complementarios de “razón” (ratio) e “intelecto” (intellectus). No se trata de facultades separadas, sino, como explica Santo Tomás de Aquino, de dos modos de obrar de la misma inteligencia: «el término intelecto se deduce de la íntima penetración de la verdad; mientras razón deriva de la investigación y del proceso discursivo»[18]. Esta sintética descripción permite poner en evidencia las dos prerrogativas fundamentales y complementarias de la inteligencia humana: el intellectus se refiere a la intuición de la verdad, es decir, al captarla con los “ojos” de la mente, que precede y sustenta la misma argumentación, mientras la ratio se refiere al razonamiento real, es decir, al proceso discursivo y analítico que conduce al juicio. Juntos, intelecto y razón, constituyen las dos caras del único acto del intelligere, «operación del hombre en cuanto hombre» (§ 14)

La inteligencia al servicio del amor:

Los seres humanos «por su propia naturaleza están ordenados a la comunión interpersonal»[30], teniendo la capacidad de conocerse recíprocamente, de donarse por amor y de entrar en comunión con los otros. Por tanto, la inteligencia humana no es una facultad aislada, al contrario, se ejercita en las relaciones, encontrando su plena expresión en el dialogo, en la colaboración y en la solidaridad. Aprendemos con los otros, aprendemos gracias a los otros.

La orientación relacional de la persona humana se fundamenta en última instancia, en la donación eterna de sí mismo del Dios Uno y Trino, cuyo amor se revela tanto en la creación como en la redención[31]. La persona está llamada «a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida de Dios».

Esta vocación a la comunión con Dios va necesariamente unida a una llamada a la comunión con los otros. El amor a Dios no puede separarse del amor al prójimo (cf. 1Jn 4,20; Mt 22,37-39). (...) Aún más sublime que saber tantas cosas es el compromiso de cuidarnos los unos a los otros: «conociera todos los secretos y todo el saber […] pero no tengo amor, no sería nada» (1Cor 13, 2). (§§ 18-20)

La inteligencia está ordenada a la verdad:

La inteligencia humana es, en definitiva, un «don de Dios otorgado para captar la verdad»[34]. En la doble acepción de intellectus-ratio, permite a la persona acceder a aquellas realidades que van más allá de la mera experiencia sensorial o de la utilidad, ya que «el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse sobre el porqué de las cosas es inherente a su razón»[35]. Yendo más allá de los datos empíricos, la inteligencia humana «tiene capacidad para alcanzar la realidad inteligible con verdadera certeza»[36]. Incluso cuando la realidad se conozca sólo parcialmente, «el deseo de la verdad mueve […] a la razón a ir siempre más allá; queda incluso como abrumada al constatar que su capacidad es siempre mayor que lo que alcanza»[37]. Aunque la Verdad en sí misma excede los límites del intelecto humano, éste se siente sin embargo irresistiblemente atraído hacia ella[38] e impulsado por esta atracción, el ser humano se ve llevado a buscar «una verdad más profunda» (§ 21)

La inteligencia como parte de la persona humana en su totalidad, cuerpo y alma:

En este contexto, la inteligencia humana se muestra más claramente como una facultad que es parte integrante del modo en el que toda la persona se involucra en la realidad. Un auténtico involucrarse implica abarcar la totalidad del ser: espiritual, cognitivo, corporal y relacional.

Este interés al afrontar la realidad se manifiesta de varios modos, en cuanto que cada persona, en su unicidad multiforme[54], busca comprender el mundo, se relaciona con los otros, resuelve problemas, expresa su creatividad y busca el bienestar integral a través de la sinergia de las diferentes dimensiones de la inteligencia[55]. Esto implica capacidades lógicas y lingüísticas, pero también puede incluir otras formas de interactuar con la realidad. Pensemos en el trabajo del artesano, que «debe ser capaz de discernir en la materia inerte una forma particular que los demás no pueden reconocer»[56] y sacarla a la luz a través de su intuición y experiencia. Los pueblos indígenas, que viven cerca de la tierra, suelen tener un profundo sentido de la naturaleza y sus ciclos[57]. Del mismo modo, el amigo que sabe encontrar la palabra adecuada o la persona que sabe gestionar bien las relaciones humanas ejemplifican una inteligencia que es «producto de la reflexión, del diálogo y del encuentro generoso entre las personas». (...)

En el corazón de la visión cristiana de la inteligencia está la integración de la verdad en la vida moral y espiritual de la persona, orientando sus acciones a la luz de la bondad y la verdad de Dios. Según el plan de Dios, la inteligencia entendida en sentido pleno incluye también la posibilidad de gustar de aquello que es verdadero, bueno y bello, por lo que se puede afirmar, con la palabras del poeta francés del siglo XX Paul Claudel, que «la inteligencia es nada sin deleite». Incluso Dante Alighieri, cuando alcanza el cielo más alto en el Paraíso, puede atestiguar que el culmen de este placer intelectual se encuentra en la «luz intelectual, plena de amor; / amor de verdadero bien, lleno de dicha; / dicha que trasciende toda dulzura».

Una correcta concepción de la inteligencia humana, por tanto, no puede reducirse a la mera adquisición de hechos o a la capacidad de realizar determinadas tareas específicas; sino que implica la apertura de la persona a las cuestiones ultimas de la vida y refleja una orientación hacia lo Verdadero y lo Bueno. Expresión en la persona de la imagen divina, la inteligencia es capaz de acceder a la totalidad del ser, es decir, de considerar la existencia en su integridad que no se agota en lo mensurable, captando así el sentido de lo que ha llegado a comprender. Para los creyentes, (...) la verdadera intelligentia está moldeada por el amor divino, que «ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rm 5,5). De esto se deduce que la inteligencia humana posee una dimensión contemplativa esencial, es decir, una apertura desinteresada a lo que es Verdadero, Bueno y Bello, más allá de cualquier utilidad particular.

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