¿Quién no ha tenido la experiencia de convertirse rezando el Vía Crucis? Al seguir a Cristo, nos damos cuenta de lo que sufrió por nosotros: las heridas físicas, el desprecio de los sumos sacerdotes, la burla de los soldados, el peso excesivo de la cruz, el largo camino que hay que recorrer bajo la mirada hostil de la multitud, no una caída, sino tres caídas humillantes para recordarnos que su misericordia por nosotros no tiene límites, el sufrimiento impuesto a su Madre y a sus seres queridos... Hay que tener un corazón de piedra para no convertirse siguiendo a Cristo por el Vía Crucis. El que sufrió para hacernos fuertes, el que se abajó para levantarnos, el que tuvo sed para darnos de beber, es Él mismo quien nos lleva por este camino de conversión. Así, nuestro camino de la cruz se convierte en un camino de luz: luz sobre nuestra falta de amor, luz sobre nuestra falta de perdón, luz sobre nuestro egoísmo, luz sobre nuestra cobardía para dar testimonio de nuestra fe, luz sobre nuestra falta de esperanza. Abriendo nuestro corazón a esta luz, aceptando seguir a Cristo pobre y sufriente, tendremos fuerza para afrontar las pruebas de la vida, nos llenaremos de la mansedumbre y la humildad de Cristo que murió para darnos la Vida. Acompañemos a Cristo en su subida al Calvario, todos los viernes de Cuaresma, todos los viernes del año, en cada momento en que necesitemos ofrecer nuestras debilidades, nuestras tristezas, nuestros fracasos. El Vía Crucis es para todos, para todos los que han sido cautivados por la mirada bondadosa de Cristo; es un camino de conversión, de luz, de vida.
Jesús no cargó con su cruz por su propia salvación, sino por la del mundo entero, por la nuestra. Al rezar las 14 estaciones, ofrezcámoslas por la Iglesia, para acelerar la paz y el perdón en nuestro mundo; ofrezcámoslas por los que todavía hoy desfiguran a Cristo con su odio o su indiferencia; ofrezcámoslas por los que no saben dónde encontrar a Dios; ofrezcámoslas por los enfermos y agonizantes. Y después de cada Vía Crucis, acojamos con gran amor la cruz o las pequeñas cruces de nuestra vida cotidiana. Cuando contemplamos al Crucificado, sabemos que nuestros sufrimientos son siempre soportados por los suyos, de modo que pueden convertirse para nosotros en un camino de luz, un camino iluminado por la presencia amorosa de Cristo que quiere resucitar en nosotros. Vivamos la cruz allí donde estamos, aceptémosla, abracemos la cruz que Jesús eligió para nosotros, llevémosla como la marca de su amor. Y si se nos impide participar en el Vía Crucis de este Viernes Santo, recordemos que es quizá esta ofrenda la que Jesús quiere utilizar para hacernos llevar su Cruz más íntimamente con Él, para ser testigos silenciosos pero luminosos de su amor allí donde no se le espera. El más bendecido en la Cruz será ciertamente el que la haya llevado hasta el fondo de su corazón con Jesús, olvidándose de sí mismo, como Él, por los demás. Hagamos de estos últimos días de Cuaresma, de nuestra Semana Santa y de nuestra vida cotidiana un camino de Cruz, de conversión, de luz y de amor. Con todas nuestras ofrendas y pequeños sacrificios, preparemos un jardín para la Resurrección de Cristo.